El Papa Francisco acaba de hacer público el mensaje para la Jornada Mundial de las Misiones 2016 que se celebrará el 23 de octubre. En España celebraremos el Domund con el lema "Sal de tu tierra"
Iglesia misionera, testigo de misericordia
Queridos hermanos y hermanas:
El Jubileo extraordinario de la
Misericordia, que la Iglesia está celebrando, ilumina también de modo especial
la Jornada Mundial de las Misiones 2016: nos invita a ver la misión ad gentes como una grande e inmensa obra de
misericordia tanto espiritual como material. En efecto, en esta Jornada Mundial
de las Misiones, todos estamos invitados a «salir», como discípulos misioneros,
ofreciendo cada uno sus propios talentos, su creatividad, su sabiduría y
experiencia en llevar el mensaje de la ternura y de la compasión de Dios a toda
la familia humana. En virtud del mandato misionero, la Iglesia se interesa por
los que no conocen el Evangelio, porque quiere que todos se salven y
experimenten el amor del Señor. Ella «tiene la misión de anunciar la
misericordia de Dios, corazón palpitante del Evangelio» (Bula Misericordiae vultus, 12), y de proclamarla
por todo el mundo, hasta que llegue a toda mujer, hombre, anciano, joven y
niño.
La misericordia hace que el corazón
del Padre sienta una profunda alegría cada vez que encuentra a una criatura
humana; desde el principio, él se dirige también con amor a las más frágiles,
porque su grandeza y su poder se ponen de manifiesto precisamente en su
capacidad de identificarse con los pequeños, los descartados, los oprimidos
(cf. Dt 4,31; Sal 86,15; 103,8; 111,4). Él es el Dios
bondadoso, atento, fiel; se acerca a quien pasa necesidad para estar cerca de
todos, especialmente de los pobres; se implica con ternura en la realidad
humana del mismo modo que lo haría un padre y una madre con sus hijos (cf. Jr 31,20). El término usado por la Biblia
para referirse a la misericordia remite al seno materno: es decir, al amor de
una madre a sus hijos, esos hijos que siempre amará, en cualquier circunstancia
y pase lo que pase, porque son el fruto de su vientre. Este es también un
aspecto esencial del amor que Dios tiene a todos sus hijos, especialmente a los
miembros del pueblo que ha engendrado y que quiere criar y educar: en sus
entrañas, se conmueve y se estremece de compasión ante su fragilidad e
infidelidad (cf. Os 11,8). Y, sin embargo, él es
misericordioso con todos, ama a todos los pueblos y es cariñoso con todas las
criaturas (cf. Sal 144.8-9).
La manifestación más alta y consumada
de la misericordia se encuentra en el Verbo encarnado. Él revela el rostro del
Padre rico en misericordia, «no sólo habla de ella y la explica usando
semejanzas y parábolas, sino que además, y ante todo, él mismo la encarna y
personifica» (Juan Pablo II, Enc. Dives in misericordia, 2). Con la
acción del Espíritu Santo, aceptando y siguiendo a Jesús por medio del
Evangelio y de los sacramentos, podemos llegar a ser misericordiosos como
nuestro Padre celestial, aprendiendo a amar como él nos ama y haciendo que
nuestra vida sea una ofrenda gratuita, un signo de su bondad (cf. Bula Misericordiae vultus, 3). La Iglesia es, en
medio de la humanidad, la primera comunidad que vive de la misericordia de
Cristo: siempre se siente mirada y elegida por él con amor misericordioso, y se
inspira en este amor para el estilo de su mandato, vive de él y lo da a conocer
a la gente en un diálogo respetuoso con todas las culturas y convicciones
religiosas.
Muchos hombres y mujeres de toda edad
y condición son testigos de este amor de misericordia, como al comienzo de la
experiencia eclesial. La considerable y creciente presencia de la mujer en el
mundo misionero, junto a la masculina, es un signo elocuente del amor materno
de Dios. Las mujeres, laicas o religiosas, y en la actualidad también muchas
familias, viven su vocación misionera de diversas maneras: desde el anuncio
directo del Evangelio al servicio de caridad. Junto a la labor evangelizadora y
sacramental de los misioneros, las mujeres y las familias comprenden mejor a
menudo los problemas de la gente y saben afrontarlos de una manera adecuada y a
veces inédita: en el cuidado de la vida, poniendo más interés en las personas
que en las estructuras y empleando todos los recursos humanos y espirituales
para favorecer la armonía, las relaciones, la paz, la solidaridad, el diálogo,
la colaboración y la fraternidad, ya sea en el ámbito de las relaciones
personales o en el más grande de la vida social y cultural; y de modo especial
en la atención a los pobres.
En muchos lugares, la evangelización
comienza con la actividad educativa, a la que el trabajo misionero le dedica esfuerzo
y tiempo, como el viñador misericordioso del Evangelio (cf. Lc 13.7-9; Jn 15,1), con la paciencia de esperar el
fruto después de años de lenta formación; se forman así personas capaces de
evangelizar y de llevar el Evangelio a los lugares más insospechados. La
Iglesia puede ser definida «madre», también por los que llegarán un día a la fe
en Cristo. Espero, pues, que el pueblo santo de Dios realice el servicio
materno de la misericordia, que tanto ayuda a que los pueblos que todavía no
conocen al Señor lo encuentren y lo amen. En efecto, la fe es un don de Dios y
no fruto del proselitismo; crece gracias a la fe y a la caridad de los
evangelizadores que son testigos de Cristo. A los discípulos de Jesús, cuando
van por los caminos del mundo, se les pide ese amor que no mide, sino que
tiende más bien a tratar a todos con la misma medida del Señor; anunciamos el
don más hermoso y más grande que él nos ha dado: su vida y su amor.
Todos los pueblos y culturas tienen el
derecho a recibir el mensaje de salvación, que es don de Dios para todos. Esto
es más necesario todavía si tenemos en cuenta la cantidad de injusticias,
guerras, crisis humanitarias que esperan una solución. Los misioneros saben por
experiencia que el Evangelio del perdón y de la misericordia puede traer
alegría y reconciliación, justicia y paz. El mandato del Evangelio: «Id, pues,
y haced discípulos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y
del Hijo y del Espíritu Santo; enseñándoles a guardar todo lo que os he
mandado» (Mt 28,19-20) no
está agotado, es más, nos compromete a todos, en los escenarios y desafíos
actuales, a sentirnos llamados a una nueva «salida» misionera, como he señalado
también en la Exhortación apostólica Evangelii gaudium: «Cada cristiano y cada
comunidad discernirá cuál es el camino que el Señor le pide, pero todos somos
invitados a aceptar este llamado: salir de la propia comodidad y atreverse a
llegar a todas las periferias que necesitan la luz del Evangelio» (20).
En este Año jubilar se cumple
precisamente el 90 aniversario de la Jornada Mundial de las Misiones, promovida
por la Obra Pontificia de la Propagación de la Fe y aprobada por el Papa Pío XI
en 1926. Por lo tanto, considero oportuno volver a recordar la sabias
indicaciones de mis predecesores, los cuales establecieron que fueran
destinadas a esta Obra todas las ofertas que las diócesis, parroquias, comunidades
religiosas, asociaciones y movimientos eclesiales de todo el mundo pudieran
recibir para auxiliar a las comunidades cristianas necesitadas y para
fortalecer el anuncio del Evangelio hasta los confines de la tierra. No dejemos
de realizar también hoy este gesto de comunión eclesial misionera. No
permitamos que nuestras preocupaciones particulares encojan nuestro corazón,
sino que lo ensanchemos para que abarque a toda la humanidad.
Que Santa María, icono sublime de la
humanidad redimida, modelo misionero para la Iglesia, enseñe a todos, hombres,
mujeres y familias, a generar y custodiar la presencia viva y misteriosa del
Señor Resucitado, que renueva y colma de gozosa misericordia las relaciones
entre las personas, las culturas y los pueblos.
Francisco